Civilismo y militarismo

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El civilismo, en democracia, estuvo en su plenitud en el período comprendido entre 1952 y 1964, del siglo pasado. Había marcado avances trascendentales, en el proceso histórico nacional. Diríamos, sin temor a equivocarnos, que se impuso, inclusive, en las elecciones generales de 1956, 1960 y 1964. Mantuvo su solidez, pese a los desaciertos, errores y excesos en los que había incurrido, consciente o inconscientemente. Pero fue corroído por el divisionismo interno, alentado por intereses particulares. Ahí se originó su desbande.
El respaldo campesino fue decisivo, en esa coyuntura de la era civilista. Se manifestaba como una actitud de agradecimiento, a quienes habían asumido la Reforma Agraria en 1953. Este sector, con una población mayoritaria de analfabetos, secundaba, con sus votos, al civilismo, en boga entonces. Numéricamente era mayor, en relación con los trabajadores mineros. Su voto, en consecuencia, inclinaba la balanza, a favor de aquel elemento político.
“Un país no gana nada con tener personas del sector campesino o del sector obrero instalados en una curul parlamentaria o en Ministerio, si ellos no cumplen la labor que deberían cumplir: luchar y conseguir obras de progreso sectorial y social”, escribe Jaime Urcullo, docente universitario (1).
“Pero no vamos al extremo de la realización de obras sociales simplemente, como las que pueden hacer y las hacen a veces los dictadores, que así quieren justificarse de sus asaltos al Poder, sino de aquellas obras realizadas pacíficamente, sin costo social ni torturas ni matanzas, respetando los derechos humanos y la libertad y sacrificando los intereses personales del realizador y del económicamente poderoso”, subraya.
El civilismo, tal como reitera la memoria histórica, se había excedido, en muchos casos, en sus atribuciones de gobernar el país. Lo hizo con el argumento de que fue electo por el voto popular. Que representaba la legitimidad democrática. Desplegó, por lo tanto, la persecución, la tortura, el encarcelamiento de los adversarios y el avasallamiento de las regiones que no comulgaban con él. Hechos que fueron repudiados por la comunidad nacional e internacional. Que se inscribieron como funestos, en las páginas de la historia Patria. Hay gente que se resiste a mencionar esas actitudes de intolerancia. Gente que todo lo atribuye a la irracionalidad militarista. Manifestando que ésta habría perdido la sindéresis, en un proceso democrático.
El extravío civilista, en un sistema de libertades, había propiciado el retorno del militarismo, que implicaba violencia y miedo. Que desbarataba el objetivo de una convivencia civilizada. Que significaba retroceso y revancha. Que surgió, según dirían, como respuesta a las aberraciones del civilismo. Como alternativa para reencauzar la institucionalidad democrática. Para rectificar los errores de gestiones anteriores. Para garantizar las libertades ciudadanas. Pero la medicina resultó peor que la enfermedad. Entonces la ciudadanía, ante ese accionar de fuerza, tuvo que emprender una tenaz lucha, para recuperar “la democracia que logramos realizar los hombres y que, como toda obra humana, goza de imperfecciones” (2).
En suma: he ahí un tema para reflexionar.

Notas
(1) Jaime Urcullo Reyes: “Proceso democrático, situación jurídica y reforma constitucional en Bolivia”. Empresa Editora Urquizo S. A., La Paz – Bolivia, 7 de septiembre de 1993. Pág. 27.
(2) Ídem.

La entrada Civilismo y militarismo se publicó primero en El Diario – Bolivia.

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