“Tal vez si denunciaba entonces, todo habría caído en saco roto”

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“Si hubiera denunciado lo que viví en aquel entonces, tal vez todo hubiera caído en saco roto… me hubieran expulsado del colegio o hubiera sufrido de un bullying mayor al que ya me hacían”, señala Marina Córdova, exalumna del colegio San Ignacio, de La Paz.

Durante las últimas semanas, más de una decena de denuncias de abusos y vejaciones sexuales por parte de sacerdotes salieron a la luz. En Cochabamba, Tarija, La Paz o Santa Cruz, las víctimas aparecen de a poco y Marina es una de ellas.

“Hace casi 26 años, el franciscano polaco Eusebio Konkolewski nos tocó los senos al menos a dos estudiantes ignacianas de la promoción Halcones 1997, en el campamento central de Bopi, donde nos quedamos como premio a nuestro desempeño en el trabajo social del proyecto Oscar”, denuncia.

Las Obras Sociales de Caminos de Acceso Rural (Oscar) fueron un proyecto franciscano que apoyó el desarrollo de varias comunidades del norte paceño (1972-2011). Entre agosto y septiembre de cada año, los alumnos del último curso de secundaria del colegio San Ignacio viajaban a esta región para hacer obra social en este proyecto.

Un viaje que no se olvida

“En la promoción 97 fácilmente seríamos unos 160 alumnos, unas 70 éramos chicas. Estábamos divididas en grupos de 11 estudiantes. De ese grupo seis estábamos destinadas a la cocina, cuatro a panadería y una a limpieza”, detalla Córdova, sobre en qué circunstancias llegó al campamento Oscar.

El franciscano Eusevio Konkolewski era un sacerdote polaco de pelo largo y que se mostraba más accesible. Su contacto con los estudiantes era casi nulo, pues su función era la de formar a los voluntarios oscarinos, jóvenes que iban a prestar un servicio anual y militar al campamento base de Bopi.

De forma extraña, durante la última semana del campamento, Konkolewski se acercó a la carpa de Marina, donde se encontraban las seis muchachas asignadas a la cocina a la espera de su turno de trabajo.

“Dijo que quería mostrarnos su tigrecillo, que en realidad era un ocelote. Nos llevó hacia un huerto donde estaba el felino, lo agarró y lo puso en los brazos de una compañera; el ocelote empezó a gruñir y el fraile nos dijo que lloraba por hambre, que quería leche. Ahí me agarró los senos, a mí y a una compañera; delante de todas”, relata Marina.

Los toques son abusos sexual

“A mí y a todas las compañeras nos agarraron desprevenidas. Nos quedamos mudas, no éramos avispadas en estos temas como lo son los jóvenes ahora”, sostiene Córdova.

En aquel momento Marina, como el resto de las alumnas, rondaba los 17 años. Todas eran adolescentes, menores de edad.

De acuerdo a la normativa boliviana, el delito de abuso sexual comprende toda acción sexual que no termine en acceso carnal, como los toques impúdicos en las partes íntimas o en cualquier parte del cuerpo de las niñas, niños o adolescentes, mediante manoseos, roces, besos, mostrar pornografía, etc.

Desde 2013, la Ley 348, en el artículo 312, establece que estos actos tienen una pena de 6 a 10 años de privación de libertad. En caso de que la víctima sea menor de edad la condena puede llegar a los 15 años de privación de libertad.

Según datos del Ministerio Público, sólo entre el 1 de enero y el 15 de mayo de 2023, en todo el país se presentaron más de 1.300 denuncias por abuso sexual. El grueso de las denuncias se encuentran en los tres departamentos del eje troncal del país.

“Sabía que lo que había pasado allá estaba mal y que al llegar debía denunciar. No es que realmente pensé que el sacerdote quería ver si mis pechos estaban llenos de leche para darle al tigrecillo. Lo que hizo estaba mal y lo conté”.

Denunciar una y otra vez

Ésta no es la primera vez que Marina cuenta su historia, pero tal vez sí es la primera vez que es escuchada y genera un eco. Lo hizo en 1997 cuando llegó del campamento, pero -como cuenta- la situación era distinta.

“Cuando volví del campamento hablé con mis papás, les dije que quería denunciar. Pero no lo vieron conveniente, porque ya estaba por terminar el colegio y sufría bullying, decían que si lo hacía sería peor. Y tenían razón”, cuenta Córdova.

Repitió su historia en 2018, en sus redes sociales, cuando una investigación en EEUU reveló que más de mil niños habían sido abusados por sacerdotes católicos. Aunque hubo algunas reacciones, éstas no fueron de gran magnitud.

En 2019, una vez más repitió su historia, cuando contactó a un periodista que tocaba el tema.

“Siempre tuve claro que no fue mi culpa. No es que denuncie ahora, lo hice en 2018 y en 2019”.

Atención pronta a las víctimas

Los exalumnos de los colegios jesuitas, como el San Ignacio, se encuentran divididos en posiciones, pero hay algo en común: tolerancia cero a los abusos y una atención pronta a las víctimas.

Desde una de las partes se impulsó la firma de un pronunciamiento con siete pedidos. Uno de ellos dice: “que la Compañía de Jesús se haga cargo de remediar los daños y perjuicios de las víctimas, además de someterse a monitoreos realizados por entidades externas para garantizar que aquello suceda”.

Marina cuenta con firmeza lo ocurrido en Bopi. Asegura que al pensar en ello no siente pena por sí misma o lo que vivió, sino rabia por las posibles víctimas que, antes o después, pasaron por el campamento y las comunidades cercanas, y que no se animan a denunciar.

“Lo que pasó fue premeditado. No estaba sola, estábamos en grupo. No nos encontró caminando por el campamento, él vino a la carpa a buscarnos, cuando la carpa estaba muy lejos de donde él estaba”, concluyó.

Si conoce algún caso puede contactar con el equipo de Página Siete al Whatsapp 76795016 o al correo “p7.denuncia@gmail.com”. Se guardará completa reserva.

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